Your cart is currently empty!

El fariseo moderno: Cuando las obras externas esconden un corazón distante
Hace poco sentí en mi corazón escribir este artículo. No para señalar a nadie, sino para recordarnos cuán fácil es olvidar quiénes somos delante de Dios. A veces, sin notarlo, comenzamos a medir nuestro valor por lo que hacemos, en lugar de recordar que todo lo que somos y tenemos es por gracia.
Vivimos en una época donde las acciones son visibles, compartidas y celebradas. Evangelizar en otros países, donar a los necesitados, servir en la iglesia… todo eso es hermoso y necesario. Pero, ¿qué sucede cuando esas obras externas comienzan a alimentar un corazón orgulloso? ¿Y si, en lugar de acercarnos a Dios, nos alejan silenciosamente de su verdadero propósito?
La ilusión de superioridad
La Biblia nos advierte sobre pensar de nosotros mismos más de lo que debemos:
“Digo a cada uno que está entre vosotros… que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura…” — Romanos 12:3
Hacer mucho no significa ser justo. Podemos estar activos en la obra del Señor y, al mismo tiempo, tener un corazón endurecido, desconectado, lejos del amor verdadero. La superioridad espiritual es una trampa que no siempre se nota a simple vista.
Las obras no salvan
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.” — Efesios 2:8–9
Nuestras buenas acciones son fruto del amor de Dios en nosotros, no la raíz de nuestra salvación. Cuando olvidamos eso, empezamos a pensar que “merecemos” el favor de Dios más que otros. Y ese pensamiento nos aleja del evangelio, que es gracia, no mérito.
La trampa del orgullo religioso
Jesús contó una parábola para confrontar precisamente este problema:
“Dos hombres subieron al templo a orar… el fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo: ‘Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres…’ Pero el publicano… no quería ni alzar los ojos al cielo… Digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro…” — Lucas 18:10–14
El fariseo moderno no lleva túnica ni reza en voz alta. Pero sigue presente. Es ese “yo” que piensa: “Al menos yo sí estoy sirviendo… yo sí estoy haciendo algo…” Olvida que el amor es más importante que la apariencia. Que Dios no mira lo que hacemos por fuera, sino lo que hay dentro.
La historia del joven misionero
Mateo era un joven cristiano apasionado por llevar el evangelio a otras naciones. Cada año viajaba con su grupo misionero a lugares lejanos, compartía su testimonio y ayudaba a comunidades vulnerables. Su iglesia lo admiraba. Muchos lo veían como un ejemplo.
Pero en casa, Mateo era otra persona. Rara vez llamaba a su madre. Ignoraba a su hermana cuando ella intentaba abrirle su corazón. Sus amigos decían que ya no se sentía cercano. “Estoy ocupado haciendo la obra de Dios”, se justificaba.
Un día, en medio de una prédica sobre el amor al prójimo, sintió una punzada en el corazón. El predicador dijo: “No tiene sentido amar al desconocido si desprecias a los que Dios puso primero en tu camino.”
Mateo entendió. Sus obras no eran malas. Pero había olvidado que el ministerio más sagrado empieza en casa. Y que no importa cuánto hagamos si no amamos sinceramente.
Recordatorio de nuestra fragilidad
“¿Qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece.” — Santiago 4:14
No somos el estándar. No somos inmortales. Un día dejaremos todo atrás… y solo quedará lo que hicimos por amor, en humildad, y para la gloria de Dios.
Una invitación al corazón
Tal vez este artículo te incomodó un poco. Está bien. A veces, Dios remueve lo que sobra para mostrarnos lo que importa.
Hoy Él no te pide más obras. Te pide más verdad. Más amor. Más dependencia.
No tienes que ser “mejor que nadie”. Solo fiel.
No olvides quién eres… ni quién es Él.
Photo by Helena Lopes on Unsplash
by
Leave a Reply